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Los Ceausescu de Centroamérica

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La Gran Carpa

“Toda revolución exitosa termina por ceñirse la túnica del déspota al cual ha depuesto”, la célebre cita de la historiadora Barbara Tuchman pocas veces ha tenido tanta certificación como con el sátrapa nicaragüense Daniel Ortega, cuya dictadura -ejercida junto con su excéntrica esposa, Rosario Murillo- se asemeja cada día más a la de la dinastía de los Somoza e incluso empieza a superarla en cuanto a corrupción, violencia, culto a la personalidad y el nepotismo. Raros son estos casos de “dictadura compartida” entre cónyuges, como sucedió en Filipinas con Imelda y Ferdinand Marcos, en Argentina con los Perón y en Rumania con los Ceausescu. Gioconda Belli, poeta y novelista nicaragüense de gran reconocimiento internacional, pintó en un artículo firmado por ella y publicado en la revista Foreing Affairs en 2018 un cuadro de este infame régimen: “…han abandonado toda pretensión de tolerancia y moderación y han desatado una ola mortal de represión… Después de las 6 PM, la mayoría de las ciudades del país parecen desiertas. El gobierno nicaragüense, como lo hizo bajo Somoza, ha declarado la guerra a su pueblo”.

Cuenta la escritora como Ortega pasó de ser un guerrillero idealista a un autócrata desalmado: “…originalmente gobernó como primus inter pares del directorio nacional de nueve miembros del FSLN. Un hombre tranquilo, era considerado una de las figuras menos reconocidas o destacadas de la dirección”. Tiempo después el FSLN perdió el poder, pero Ortega volvió a la presidencia en 2007 luego de varios intentos infructuosos y desde entonces ha sido capaz de consolidar una dictadura siguiendo al manual del populista autoritario: hacer uso de una sólida mayoría parlamentaria para someter al Judicial, imponer restricciones a la libertad de expresión y adueñarse de la autoridad electoral. En 2014, la Asamblea Nacional cambió la Constitución para permitir su reelección indefinida, además de otorgarle autoridad exclusiva para nombrar comandantes militares y policiales. Es así como los nicaragüenses se sienten, otra vez, atrapados por una tiranía sin encontrar formas de derrotarla.

El pasado 9 de febrero, las autoridades de Nicaragua dejaron en libertad a 222 opositores y los “deportaron” a Estados Unidos tras declararlos “traidores de la patria”, despojarles de la nacionalidad nicaragüense y privarles de sus derechos ciudadanos. Una semana más tarde, otros 94 opositores (muchos de los cuales ya estaban en el exilio) corrieron la misma suerte, los insignes escritores Gioconda Belli y Sergio Ramírez entre ellos. Además, fueron declarados prófugos de la justicia y se ordenó el decomiso de sus los bienes. La vesania de este dictadorzuelo no tiene límites. Las privaciones arbitrarias de la nacionalidad por motivos raciales, étnicos, religiosos o políticos están prohibidas por todas las legislaciones y normas internacionales de derechos humanos. Por eso esta decisión ha sido recibida con un vigoroso y casi unánime repudio por parte de los líderes de todos los gobiernos democráticos de la región, los de izquierda incluidos. Para nuestra vergüenza, el gobierno de AMLO mantiene un ominoso silencio.

Autoritarismos como el de Nicaragua son difíciles de revertir, pero mientras mayor sea el rechazo internacional menor será la posibilidad de la permanencia indefinida de este dúo en el poder, el cual depende cada vez más de la fuerza bruta. La represión de las protestas de 2018 dejó más de trescientos muertos, miles de heridos y cientos de detenidos. La dictadura está cada vez más aislada en el mundo, pese a contar con la simpatía de países como Cuba, Venezuela y Rusia y el silencio cómplice de gobiernos como el de López Obrador.

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