Platicando sobre un innombrable mal del sector TIC
El mensaje del sector de las tecnologías de información y comunicaciones (TIC) es claro. Invertir en la adopción de tecnologías de comunicaciones ayuda al crecimiento económico e impulsa el desarrollo de la sociedad. Promover la digitalización se observa muchas veces desde la ecuación que la mayor productividad y eficiencia se traduce en mejor calidad de vida para la población.
Aparte de algunos esfuerzos que tratan de incorporar en la conversación temas como derechos humanos, accesibilidad y equidad de género, hablar de la llegada de nuevas tecnologías es un dialogo binario reducido a lo que desea el sector público y las expectativas del sector privado. Inclusive en aquellos casos en los que el sector académico se adhiere a la conversación y la sociedad civil tiene la oportunidad de opinar el desarrollo del sector siempre se resuelve con un acuerdo entre dos partes, gobierno y empresa.
Obviamente la realidad pesa demasiado y esta discusión, aunque importante y necesaria, deja a un lado situaciones que parecen no ser apropiadas para el dialogo. Son circunstancias innombrables, pero demasiado comunes en los mercados de América Latina. Me refiero al endémico problema de la corrupción que se vive en la región y que no exime al sector de las telecomunicaciones y las TIC.
La situación es verdaderamente preocupante pues los actos delictivos de unos pocos lo que hacen es frenar o impedir que las medidas que se han tardado tanto tiempo en negociarse y financiarse no puedan ser implementadas por los gastos inesperados en los que se tiene que incurrir.
La evidencia nos muestra que ningún mercado de las Américas, de norte, centro o sur, está exento a este problema. Lo que varia es el nivel de descaro o cinismo de los perpetradores. Simplemente hay individuos que tienen poca preocupación de que su nombre sea involucrado en casos delictivos de tráfico de influencias, fraude, malversación de fondos u cualquier otro crimen que pueda cobijarse bajo el paraguas llamado corrupción. Quizás esto se deba a la debilidad en la implementación de las leyes en esa jurisdicción en particular o porque, parafraseando a Orwell, hay personas que son más iguales que otras.
Una de las prácticas más comunes de corrupción se da en la entrega de todo tipo de permisos o autorizaciones a los operadores de telecomunicaciones. Por ejemplo, el alcalde o funcionario público local se rehúsa a revisar la solicitud de quien pide autorización para desplegar infraestructura y “aconseja” la contratación de un “expedidor” que acelere el trámite, lo que resulta en la duplicación o triplicación del costo inicialmente presupuestado. Claro que el hecho de que el apellido del expedidor coincida con el del alcalde u otro funcionario de gobierno es una simple coincidencia.
También se ha observado el problema en la importación de insumos de tecnología. Aquí las variantes son muchísimas y van desde el exigir en efectivo (obviamente en euros o dólares) un monto similar al de los bienes que se están importando. Negarse a este pedido es condenar a que aduana retenga por tiempo indefinido el cargamento. Contrastando con este escenario, hay casos donde por ejemplo se desea la importación de miles de teléfonos celulares. Sin embargo, cuando el cargamento llega a su destino final más del 90% de los dispositivos ha desaparecido porque se han “perdido.”
Todos casos impensables en gobiernos que abiertamente exponen sobre la importancia de la tecnología como elemento para reducir la pobreza. Pero una cosa son las palabras y otra son los hechos.
Aclaro que no me olvido de la otra parte. Cuando se dan actos de corrupción hay un mínimo de dos entes involucrados: quien exige y quien accede. Como diría la poeta, ¿quién es peor, el “que peca por la paga o el que paga por pecar?”
Desafortunadamente en el mercado existen representantes de entidades que quieren verse favorecidas en la entrega de contratos, permisos y concesiones. Usualmente con una atractiva billetera son capaces de ofrecer sobornos de todo tipo. Desde la clásica entrega de dinero para la compra de favores hasta viajes de lujo al extranjero con todos los gastos pagos. Según cuenta la leyenda, hasta estadios de fútbol se han prometido y construido como condición de asegurar una transacción.
Lo lamentable es que estas acciones ya se han normalizado. Pocos ya se sorprenden de la situación y algunos hasta exculpan lo que ocurre con un simple “el gobierno anterior también robaba” o el inverosímil “roba, pero hace obras.” La dejadez que reflejan estas palabras no asimila los datos que nos muestran entidades como el Fondo Monetario Internacional (FMI) entidad que estima en un 4% del PIB latinoamericano el costo de la corrupción, un porcentaje de la economía que supera ampliamente lo que muchos países asignan para servicios de educación o salud.
Dicho de otra forma, según el FMI la corrupción le cuesta a la región unos 192,000 millones de dólares anuales. El Banco Interamericano de Desarrollo considera que la cifra es más alta, asignando una pérdida anual de 220,000 millones gracias a la corrupción.
Ante estas cifras es claro que acabar con la impunidad con la que gozan quienes delinquen debería ser prioridad para los funcionarios de gobierno de la región independientemente de su ideología. La pérdida de fondos que impacta a todos los sectores de la economía agudiza las necesidades de las comunidades más vulnerables, atrasa la llegada de nuevas tecnologías y tienen un impacto negativo en la creación de empleos. Decir, el gobierno anterior robó más es insostenible. Más que una excusa, parece una apología al comportamiento propio.