Lo bueno, lo malo y lo peor de la elección popular de consejeros y magistrados electorales
Desde el gobierno se busca la aprobación de una reforma electoral que echaría para atrás el gran acuerdo alcanzado en los años 90, orientado a la creación de autoridades electorales autónomas e independientes. El objetivo consiste, desde la narrativa presidencial, en que “el pueblo” elija por voto popular a los consejeros electorales del INE y a los magistrados del TEPJF, garantizando así “la democracia en el país y que no haya jueces con actitudes tendenciosas”.
Ni qué decir tiene que un cambio de estas proporciones cambiaría de raíz el perfil y el método de designación que hoy alberga la Constitución, que a través de 5 reformas han buscado profesionalizar la función electoral y neutralizar la politización de los nombramientos. Hoy en día, los consejeros y magistrados deben demostrar una alta cualificación profesional que es verificable por un Comité Técnico de Evaluación, y por el pleno de la SCJN, respectivamente, para que luego de la criba presenten quintetas y ternas para que las cámaras de diputados y senadores procedan a la designación por mayoría calificada.
Lo único bueno de esta iniciativa es que transparenta el interés de todos los partidos políticos que han gobernado en los últimos 30 años, de tener injerencia en el arbitraje electoral. No olvidemos que inicialmente fue el sistema de cuotas el que definió, con excepciones evidentemente, el ingreso de personas -algunas con escasos méritos- y el reparto de posiciones, a partir de un criterio político-representativo que dio lugar a la lotificación de ambas instituciones, con claras repercusiones sobre su funcionamiento en grupos bien definidos, desvelando que incluso nuestro máximo tribunal ha sido permeable a los intereses de los senadores en turno, llegando al extremo de legitimar la inconstitucional maniobra de ampliación del mandato de las magistraturas de Sala Superior. Ahora buscan ese objetivo implantando un modelo de designación directa y popular.
Lo malo de la propuesta es que no existen referentes comparados que nos permitan advertir los efectos de un cambio como el que se pretende. El único país que ha experimentado la elección de los jueces del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo de Justicia y los integrantes del Consejo de la Magistratura, es Bolivia, con resultados profundamente negativos sobre los que conviene alertar.
En la primera elección llevada a cabo bajo estos parámetros en ese país en 2011, se advirtió la reproducción absoluta de todos los vicios que presenta una elección, ya que a pesar de que la realización de campañas se encontraba prohibida, en los hechos éstas si se produjeron, con candidaturas impulsadas abierta o veladamente desde el gobierno, los partidos políticos, grupos económicos, organizaciones sindicales e, incluso, congregaciones religiosas. A pesar de haber contribuido a movilizar al electorado a través de apoyos políticos y recursos económicos, lo cierto es que los elegidos estuvieron muy lejos de acceder al encargo con una gran legitimación popular, pues solamente obtuvieron el 5.26%, 3.54%, 2.43 % y 1.84% de los votos.
Sin embargo, lo peor de este experimento se desvela al advertir que transitaríamos de una lógica de politización contenida, con el sistema de cuotas, a un entorno de instituciones plenamente politizadas, en donde no existiría ninguna incompatibilidad para que políticos o funcionarios de gobierno actuales o pasados pudieran acceder a dichos cargos, y una vez instalados en ellos encauzar las decisiones bajo parámetros exclusivamente políticos, sin remordimiento alguno por los criterios técnicos y especializados que rigen la mayoría de sus atribuciones, la distritación o el recuento de votos, por ejemplo, echando por tierra los principios de independencia e imparcialidad.
Visto el sistema de dominación política existente, no sería descabelladlo sostener que Morena y sus aliados podrían colonizar al INE y al TEPFJ, como ya lo hicieron con la antigua FEPADE, en donde la objetividad cedería el paso a un favoritismo abierto y desmedido, y el régimen sancionador electoral se aplicaría interesadamente contra los partidos opositores, pero se desactivarían frente a su aliados.
Estamos en la antesala de la politización sin precedentes de una función que en su neutralidad, no ajena a desviaciones, ha encontrado la mejor garantía para todos los contendientes, bajo la pretensión de terminar de deslizarla hacia el peligroso camino de las decisiones tomadas con criterios e intereses políticos que, en definitiva, dejarían sin sentido y razón de ser a una jurisdicción electoral dispuesta, en esencia, a resolver los altos diferendos políticos a través de métodos y criterios jurídicos.
En un contexto de exacerbación de la polarización política y social, las instituciones electorales autónomas e independientes constituyen la garantía del equilibrio, la moderación y el profesionalismo, atributos indispensables para el mantenimiento de la salud de nuestro sistema democrático. No permitamos ningún tipo de regresión.