Una política exterior facciosa
“Felicité ayer a quien ganó la primera vuelta, Lula ganó alrededor del 49% y Bolsonaro el 43%”, dijo el presidente López Obrador en su conferencia mañanera, un día después de la jornada electoral en Brasil. En realidad, hay pocas razones para felicitar al expresidente Luis Inácio Lula da Silva, quien gobernó Brasil entre 2003-2010 y ahora busca de nuevo la presidencia de la República, después de quedar exonerado de cargos de corrupción en mayo de 2021.
Hasta ahora, Lula no ha ganado nada, salvo su pase a la segunda vuelta de la elección presidencial, que se celebrará el domingo 30 de octubre. Por la misma razón, el jefe del Estado mexicano debería haber felicitado también a su contrincante, el presidente Jair Bolsonaro. De hecho, Bolsonaro tiene más motivos de celebración. Remontó una desventaja en las encuestas de cerca de 20 puntos porcentuales y logró llevar la elección presidencial a una segunda vuelta.
Nadie sabe qué pasará dentro de cuatro semanas. Como decía Harold Wilson, el primer ministro laborista de la Gran Bretaña entre 1964-1970, “una semana es un tiempo muy largo en política”. Muchas cosas pueden suceder.
El verdadero “ganador” del domingo fue Bolsonaro. Evitó que Lula se llevara la presidencia en la primera vuelta, algo que muchos encuestadores daban como un hecho. Consiguió más tiempo para hacer campaña a favor de su reelección y en contra de la vuelta al pasado, que Lula representa. El resultado anticipa una segunda ronda más cerrada e incierta.
Por ello, cualquier felicitación por parte de un jefe de Estado resulta impertinente. Puede terminar levantando la mano al candidato equivocado. De cualquier forma, tendrá que entenderse con el ganador, sea quien fuere. En lugar de dejarse llevar por sus simpatías, la prudencia de Estado aconseja esperar a que exista un grado de certeza razonable para extender las felicitaciones e iniciar una buena relación con un gobernante recientemente electo.
Pero el presidente López Obrador parece guiar su política exterior por sus filias y fobias personales, más que por los intereses permanentes de México. Su gobierno se ha convertido para otras naciones en un socio errático y poco fiable, que privilegia su agenda política interna sobre sus compromisos internacionales.
En lugar de apoyarse en la cancillería, la política exterior se maneja desde Palacio Nacional. Las declaraciones improvisadas en las conferencias mañaneras han desplazado a la diplomacia. A la Secretaría de Relaciones Exteriores se le ha relegado a un papel reactivo, que a menudo consiste en mero control de daños.
De nueva cuenta, las contradicciones de una política exterior personalizada se hicieron evidentes en el caso de la precipitada felicitación a Lula. En noviembre de 2020, el presidente López Obrador se negó a reconocer el triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales de EU, aun cuando los cómputos lo confirmaban de manera irreversible y otros jefes de Estado extendían sus felicitaciones.
Su intención, dijo entonces, era “esperar a que se terminen de resolver todos los asuntos legales”. En los hechos, sin embargo, validaba de forma tácita el objetivo de Donald Trump, el candidato presidencial perdedor, de deslegitimar el proceso electoral.
Con Brasil, sin embargo, el político tabasqueño dejó a un lado los asuntos legales y la relación diplomática con la economía más grande de América Latina. Quería evidenciar su simpatía por Lula, el candidato presidencial de izquierda. Pero dejó claro también que la suya es una política exterior facciosa, dispuesta a sacrificar los intereses de México en nombre de sus inclinaciones ideológicas.
*Profesor del CIDE.
Twitter: @BenitoNacif